¡Un dragón! ¿Había que cazar un dragón? Si yo cuando me encontraba una arañita, una hormiguita, una cucarachita o cualquier otro bichito encantador en casa, lo sacaba usando una hoja de papel porque me daba pena aplastarlos, pobrecillos. Pero si dejé de comer carne y beber leche después de ver vídeos de granjas y animalitos maltratados publicados a ese efecto en YouTube. Y ahora había que buscar, atrapar y MATAR a un dragón! ¡Ai diosito! ¿Pero cómo iba a poder ser eso? Dentro de aquel cubículo frente a un inodoro al que era aconsejable no acercarse en demasía, daba vueltas una y otra vez a todo lo acontecido esos días para intentar averiguar cómo demonios había acabado yo allí. Y cuantas más vueltas le daba, más claro lo veía. Estaba allí por amor. ¡Por amor! Si, si, por amor. Y los que me conocen bien saben que ese es el sin sentido más grande de toda esta historia. ¿Pero cómo iba a estar yo allí por amor? Si todavía recuerdo el sonido de mis carcajadas sobresaliendo entre los sollozos del público acongojado durante el final de Titanic. ¡Si soy la persona menos enamoradiza que hay encima de la faz de la tierra! Pero si soy todo cabeza y pies, ambos pegados al suelo. Pues sí, todos mis valores se acaban de ir al traste al aventurarme sin tan siquiera pensarlo a aceptar aquella condición sine qua non, por algo que acaba de empezar y que era poco probable, dados mis antecedentes, que durase mucho tiempo. Aunque en el fondo de mi frío corazoncito sabía que aquello era diferente. En efecto, aquello era amor. ¡Mierda, mierda, mierda… era amor
!Está bien, recapitulemos, igual así consigo entender porque me he metido en este lío y cómo puedo salir de él.
Todo empezó unos días atrás, cuando aburridos de regatear hasta por un té, mis amigos y yo, decidimos hacer una excursión al desierto del Sahara.