8 jul 2015

DOCE E ANTIGA LISBOA

Dejé las maletas en el pequeño apartamento y me dispuse a salir a perderme por los alrededores. Me habían dicho que Alfama era el barrio ideal para ello. Un lugar dónde disfrutar de la autenticidad de la antigua Lisboa, un oasis de nostalgia dentro de la jungla urbana en el que cualquier ciudad europea, por pequeña que fuera, se había convertido durante los primeros años del siglo XXI. 

Después de subir las empinadas escaleras del encorsetado callejón dónde se escondía el apartamento y tras recorrer no más de dos calles del curioso barrio, tuve la sensación de haber retrocedido en el tiempo. Las calles estrechas, los pequeños edificios de fachadas decrépitas, torcidas y en muchos casos abandonadas a su suerte frente a las inclemencias del tiempo. Los tendederos repletos de ropa, bastante íntima por cierto, las plantas y jarrones adornando los alféizares, gatos saltando por las ventanas abiertas a pie de calle, niños jugando al balón luciendo camisetas imperio que hacía siglos habían empezado a amarillear, un grupo de hombres afeitándose en una fuente, aquel señor mayor que miraba raro bajo el linde de una puerta desgastada, esperando un saludo quizás… 
...todo ello parecía sacado de una postal de los años 50. 

Me encantó esa sensación, y sobre todo el silencio, un silencio que te envolvía y hacía aquella atmósfera mucho más genuina, mucho más mágica e irreal. No se trataba de un silencio absoluto, de hecho, si escuchabas con atención podías oír el sonido del agua correr y el tintineo de los platos en el fregadero, la música de las radios y televisiones encendidas, las risas de los niños jugando y hasta alguna de las conversaciones privadas que se acontecían detrás de las paredes de aquellas ruinosas casas, pero nada más, sin coches, ni motos, ni policía, ni ninguno de los ruidos típicos de la urbe. Era acogedor y hasta en cierta manera, resultaba familiar. 

Me dejé envolver por ese ambiente. Había salido decidida a perderme por las encrucijadas calles, y me perdí, pero literalmente. Al doblar la última esquina creí haber sufrido un Déjà vu, no lo era, había pasado por esa plaza tres veces.