16 ene 2016

BOSQUE REDENTOR

Su imagen impasible queda desdibujada por las cortinas translucidas de la habitación. En pie tras ellas observa en silencio al testigo mudo de su inconfesable secreto. Entre aquellos majestuosos árboles, había mancillado en innumerables ocasiones todas y cada una de las virtudes de su falsa dignidad.

 Condenándolos a custodiar eternamente las infamias y vergüenzas de aquella mujer adúltera, cual guardianes fieles a su poseedor. 

Aún estar vetados para generar palabras, ella oía en su cabeza los susurros de sus ramas acusadoras movidas al compás del viento. Delatores, la acechaban incansables alimentando los remordimientos que le carcomían el alma. Incluso cuando no miraba notaba su presencia a escasos metros de la ventana, imperturbable y eterno señor de sus mentiras. 
Era incapaz de advertir como había llegado a ese extremo. Cómo había cedido ante la lascivia y el desenfreno del pecado capital. Cómo había caído en la trampa del demonio más astuto casi sin oponer resistencia, empujada por una vida de desidia e indolencia. 

Por unos instantes fugaces de pasión desmedida vendió su alma al diablo quedando vacía, pudriéndose por dentro. 

Incapaz de seguir ocultándose en sus embustes cada vez más sofisticados, estudiados hasta el más insignificante detalle, llevaba dos días encerrada en aquella habitación. Evitando las miradas de aquellos a los que su mente decía que debía amar y de los que su corazón había renegado. No podía soportar la idea de sonreír a sus hijos, de acariciar sus pequeñas cabezas, de besar sus sonrosadas mejillas con labios traidores, envenenados de sensualidad. 

Aborrecía tener que oír una vez más las palabras cariñosas de su esposo, sentir su mano apoyada en su hombro, ver sus dulces ojos regalándole tiernas miradas. 

Hacía semanas que eludía hablar con sus progenitores, acérrimos defensores de la decencia. Devotos practicantes del decoro y la honestidad. El mundo se derrumbaba bajo sus pies cuando imaginaba las lágrimas de desasosiego de su madre al descubrir la verdad tras sus engaños. Al intuir el odio en los ojos helados de su padre ante el bochorno de la honra perdida.

Privada del disfrute de las cosas sencillas, de los sentimientos puros, de la transparencia de la franqueza, se había relegado en aquellas cuatro paredes. Esa prisión escogida y auto infringida dónde estaba encarcelada y a la vez se sentía protegida. 

Acompañada solamente por el incesante murmullo de las ramas de los árboles de aquel oscuro bosque. 

Los susurros de las hojas se incrustaban en su piel hasta llegar a sus venas, desde dónde recorrían cada uno de los centímetros de su cuerpo, inundándola, poseyéndola, una y otra vez, con las imágenes de lujuriosos momentos acontecidos tendida entre las malas hierbas. 

Sentía la tierra húmeda en sus nalgas desnudas, las pequeñas piedras clavándose en sus omoplatos, las briznas de los pinos enredándose en sus cabellos y experimentaba nuevamente el ardor en el bajo vientre totalmente húmedo, palpitante, deseoso de pasión. 

Fugaz instante de lucidez y de nuevo se encuentra en esa habitación mirando a través de la ventana al bosque. Entonces, desolada por su falta de rigidez se gira dando la espalda a su redentor. Se acerca lentamente al tocador. Se deja caer sobre la silla apoyando los antebrazos sobre el mueble con la mirada fija en sus pies, respira, y las lágrimas empiezan a brotar, desoladoras, incansables. 

Una vez secos ya sus lagrimales, recuperado el aliento perdido entre sollozos levanta lentamente la cabeza hasta encontrarse sus ojos de nuevo con el bosque. El reflejo de esos árboles le grita desde el espejo del tocador. 

¡Mala madre! ¡Desvergonzada! ¡Mala esposa! ¡Adultera! ¡Zorra! ¡Puta! 

Las palabras envenenadas repican en sus sienes, una y otra vez, sin tregua, sin compasión. Se cubre con ambas manos los oídos en un intento absurdo de hacerlos callar. Desquiciada golpea fuertemente con el puño cerrado el espejo resquebrajando el reflejo. Los arboles le hablan ahora desde cada uno de los pedazos de cristal, más feroces, más dañinos. Completamente desalentada ante la imposibilidad de silenciarlos, todavía de espaldas a su verdugo, alza el brazo izquierdo hasta la altura de sus ojos, apoyando el codo en el sobre de madera. Con la otra mano agarra uno de los fragmentos de cristal y lo acerca pausadamente a su muñeca. Sitúa el canto afilado justo encima de la línea azul oscuro que se intuye bajo su blanca piel y ejerce la presión suficiente para que la sangre empiece a brotar. Finaliza el ritual con un corte simétrico en el antebrazo que quedaba intacto y deja que el líquido caliente cubra el reflejo del bosque. 

Acallando sus palabras. Ofreciéndole la vida. Suplicándole perdón.

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