14 feb 2016

EL ÚLTIMO BESO

Llevo años mirando al lago. Inmóvil. Perenne.



Lo observo día tras día impasible ante los cambios provocados por el tiempo en sus múltiples significados.

Independientemente del momento o la situación, aquí sigo, contemplándolo, resignado ante la imposibilidad de cambiar la perspectiva de mi visión. Aun así, debo decir que me siento afortunado. Este emplazamiento me ha permitido llenar gran parte de una vida contemplativa de conversaciones ajenas, de circunstancias curiosas, de realidades contradictorias y personajes dispares, atraídos por la majestuosa visión. Anclado en mi posición perpetua he sido testigo mudo de miles de historias a lo largo de los años. Algunas de ellas tediosas o anodinas y muchas otras dignas de ser repetidas hasta la saciedad. Pero de todas ellas, hay una que hoy me apetece especialmente recordar.




Los tímidos rayos de sol que lograban traspasar el cielo nublado incidían en la lámina verde esmeralda otorgándole hipnóticos reflejos plateados.

Llevaba un largo rato entretenido estudiando meticulosamente los ligeros movimientos de las sutiles corrientes del agua bajo aquella tenue luz cuando la vi acercarse tímidamente hacia mí. Vestía un abrigo de lana de color gris que la cubría hasta los tobillos. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño que dejaba sus dulces facciones de niña al descubierto. Su andar grácil y retraído desprendía un halo de apetecible fragilidad que hacía aflorar con cada uno de sus movimientos un sentimiento fraternal de protección. La hubiera abrazado eternamente si me hubiese sido posible. Mientras se acercaba envolvía con los brazos su frágil cuerpo, no sé muy bien si por el frío o por recelo. En cuanto se sentó pude observar más de cerca su linda tez clara. El aire helado había aportado a su pequeña nariz y sus suaves mejillas un tono rosado que la hacía aún más bella si cabe. No debía de tener más de dieciséis años.




Clavó sus intensos ojos azul oscuro en el lago mientras se frotaba las manos desnudas en un gesto que desprendía nerviosismo y cierto misterio.

Me hallaba tan embobado mirándola que no me percaté de que había llegado hasta que apoyó la mano en mi respaldo. La cara de ella se iluminó en el mismo instante en que lo vio. 

̶ Qué bien que estés aquí. 
̶ Sólo tengo unos minutos.

Un hombre que llevaba un traje marrón oscuro y una bufanda cubriéndole parte del rostro se sentó muy cerca de ella. Había superado la treintena, pero mantenía un aire jovial que lo hacía sumamente interesante. Algunas canas empezaban a asomar de entre su frondoso cabello castaño y sus ojos almendrados color miel estaban enmarcados por unas gafas de pasta oscuras que le daban un toque intelectual. 

̶ Tengo algo que contarte ̶ Su voz grave resonó en la soledad del parque. 
̶ Yo también necesito hablarte–Ella le situó una mano sobre el brazo retirándola rápidamente al percibir una familia caminando hacia los columpios.


Ambos miraban al frente y lanzaban las palabras al agua. 

Visto desde fuera parecían dos desconocidos que se han sentado casualmente en el mismo banco, pero yo podía notar como sus rodillas se rozaban ligeramente buscando desesperadas algún contacto. 

̶ Esto no es nada fácil, no quiero hacerte daño. Pero tengo que irme.
̶ ¿Cómo? ̶ Le miró incrédula. 
̶ Partimos esta tarde. Sé que te dije que no me iría sin ti, pero las cosas se han complicado. Aquí corremos peligro. Por mi situación. Ya sabes de que te hablo. 
̶  ¿Te vas sólo?
̶̶ Debo llevarme a mis hijos. No puedo dejarlos aquí. No sería seguro y nunca me perdonaría si les pasara algo por mi culpa. 
̶ ¿Y ella?
̶ Tiene que venir con nosotros. Jamás dejará que me los lleve. 
̶ ¿Y yo?
̶ Sé lo que te prometí. Pero tú aquí no corres ningún peligro, tus padres te protegerán. Si ahora huyéramos juntos haríamos a todos culpables de la situación y los dejaríamos al descubierto. Así es mejor.

Lo dijo así, sin pausa, sin freno, con la mirada clavada en el paisaje.


Observando sin ver. 

Mientras, ella lo miraba hablar, desconcertada, con la mente negada para procesar la información que recibían sus oídos.

Cuando terminó se giró descubriéndole la perplejidad en el rostro. Le pasó el dorso de la mano por la mejilla y le dio un último beso en los labios tras el que se levantó y se fue tal como había venido, sin volver la vista atrás. Ella observó cómo se alejaba con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Cuando ya no alcanzó a verle, miró de nuevo al frente y en completo silencio las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Al principio no me di cuenta, fue al bajar su mirada cuando me percaté de que mientras lloraba, con las manos, se acariciaba tiernamente el abdomen. 

La vi varias veces, tiempo después, primero intentando ocultar bajo el ropaje su vientre hinchado, después empujando alegremente un cochecito y más tarde correteando por el parque tras un pequeño de pelo oscuro y ojos claros.
Pero jamás volvió a sentarse sobre mí para observar el lago.

2 comentarios:

  1. Si pudiesen contarnos todo lo que saben los que han sujetado mis posaderas...

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    1. Uiuiuiuiuiiii que se pone interesante la cosa...

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