El reluciente azul del cielo la inunda de tranquilidad.
La suave brisa juega traviesa con sus cabellos, mientras los rayos de sol acarician sus mejillas y las hacen enrojecer dándoles un aspecto cálido y hermoso.
Presiente que la tarde se llevará el buen tiempo y la calma. El ambiente se turba cuando él llega a casa.
Los árboles cambian rápidamente de color, se mueren las flores y se apaga el canto de los grillos.
Tras el portazo las hojas secas empiezan a caer al paso de las fuertes ráfagas de viento. Le ofrece una atenta bienvenida pisando cuidadosa las hojas secas que se asientan a sus pies.
Intenta evitar que el crujido le moleste y se encienda la chispa que origine la tormenta.
Pero no puede impedir lo inevitable. El otoño siempre acaba en un frío y duro invierno.
Se levanta un aire congelado que le hiela la piel y, se empiezan a oír los truenos, lejanos al principio, pero cada vez más cercanos, más seguidos, más aterradores.
Nerviosa, intenta calentar el ambiente con palabras serenas sopladas con aliento cálido, pero colmado de fragilidad, demasiado débil para luchar con la intensa luz de los relámpagos. El fulgor la enciega y a tientas, cualquier movimiento es torpe e inútil. Se pierde en la oscuridad resultado de las nubes negras que reinan ya en la inmensidad del cielo.
Sin previo aviso, empieza la tempestad. Destructora, la tromba cae sobre sí sin piedad, sin tregua, robándole el aliento, calándole los huesos.