22 sept 2016

@unmundoideal

Después de pasar dos intensas horas frente al ordenador haciendo retoques, por fin, está contenta con el resultado. 




A su humilde parecer, la imagen ha quedado perfecta. 

Ahora falta añadirle el texto...y listo...enviar. Apoya la espalda en el respaldo del sofá dejando caer el móvil a su lado y suspira cansada. Cada vez que le da al botón de publicar, la inunda inevitablemente una mezcla de sentimientos encontrados que la llevan de la excitación al miedo pasando por la incertidumbre, el nerviosismo y la esperanza. 

El televisor está encendido, y a pesar de que tiene la mirada fija en la pantalla, no ve ni oye nada de lo que los presentadores del programa cutre de la tarde le relatan. 


Lo que realmente capta por completo su atención, es la sutil vibración repetitiva del aparato que reposa situado a su izquierda. 

Ella sabe perfectamente de qué se trata, y aun así, le da pánico mirar. Fobia a que los “likes” no se ajusten a sus expectativas. Pavor a no gustar lo suficiente. Terror a llamar escasamente la atención. Tras diez minutos de contención por fin decide que ha llegado el momento. Con un movimiento rápido coge el teléfono, marca los números del desbloqueo y entra en la aplicación. Quinientos setenta y ocho me gusta y otros tantos comentarios. Increíble. No puede sentirse más feliz. 

Lee alguno de los mensajes, “yo estuve en esa playa, es fantástica!” “disfruta guapa, te lo mereces” “¿dónde estás?” “maravillosa….” Contesta a todos con palabras sinceras de agradecimiento y responde las preguntas con la información obtenida directamente de la red. Después de todo se debe a sus fans. Ha sabido aprender de sus errores y cada vez prepara más concienzudamente cada uno de los detalles que comparte. En el ciberespacio no existe margen de error. Miles de trolls se encuentran agazapados tras cordiales perfiles. Lobos digitales disfrazados de inofensivos y simpáticos “emoticorderitos” al acecho de su próxima presa. Pacientes, recorren con sigilo cada una de las publicaciones mientras su agudizado ingenio trabaja incansable en medio de un mar de información a la espera de que salte la liebre, y una vez la detectan, y puedes estar seguro que tarde o temprano lo harán, entonces, no hay contemplaciones. Le saltan a la yugular, sin compasión, apresándola entre sus fauces sedientas de sangre fresca, y aprietan. Aprietan hasta que se desangra y muere quedando solamente el recuerdo de su equivocación rodando perpetuo en el paralelo infinito del ciberespacio. Dios, se le ponen los pelos de punta solo de pensarlo. 

Está bien, después del trabajo bien hecho, ha llegado el momento de un merecido descanso. Ha estado tan concentrada en ese aparatito que no se ha dado cuenta de que ha empezado a oscurecer y peor aún, de que el estómago hace rato que le ruge como un león enjaulado. Enciende la luz de pie del salón, y da un vistazo a su alrededor. 





Madre mía, tiene el piso hecho un desastre. 

No recuerda cuándo fue la última vez que limpió. Vasos medio llenos y platos sucios de varios días restan abandonados esparcidos por la estancia.

No debe quedar nada limpio en la cocina. Buf, que pereza recoger y cocinar. Coge el móvil, accede a favoritos, laneveraroja.com, ciudad, dirección, y voila...la pizza gana por goleada. Pide una hawaiana y una coca cola, light, claro, no debe excederse con las calorías, aunque Photoshop haga milagros. Se levanta y aparta con el pie dos bolsas con restos del chino de la noche anterior, no sin antes coger un trozo de pan de gamba reblandecido y llevárselo a la boca. Le servirá de tentempié mientras espera al repartidor. Empuja varias de las cajas de cartón de los últimos paquetes que ha recibido para abrirse paso hacia el dormitorio. Un gran número de ellas se amontonan desordenadas por el pequeño apartamento.

Se supone que está en el otro lado del planeta, lo que la obliga al menos a unos diez días de reclusión entre esas cuatro paredes y le otorga el tiempo necesario para poner algo de orden en el caos absoluto que la envuelve. No hay mal que por bien no venga. 

De pie en medio del minúsculo salón comedor, se rasca la cabeza tras estirar hacia un lado la goma de las bragas para colocarlas nuevamente en su sitio, mientras, intenta recordar dónde vio por última vez la cajetilla de tabaco. A través de la puerta entreabierta de la habitación cree detectarla sobre la cama deshecha, bajo las toallas de la última ducha, probablemente todavía húmedas, que se encuentran enrolladas entre las sábanas. 

Sí, aquí está. 

Coge uno de los cinco o seis cigarrillos que quedan dentro del paquete y se lo coloca en los labios. Mierda, se han reblandecido, y además no van a ser suficientes para superar la reclusión. No se le había ocurrido pensar en ello antes, va a tener que buscar en Internet si existe servicio a domicilio también de esto. Y si no lo hay deberían replantearse seriamente crearlo. Tumbada sobre la cama dándole una larga calada al pitillo observa algo bajo la mesita de noche. Estira el brazo para alcanzarlo y…. mierda, mierda, mierda… es el bikini de la última colección de ‘Banana Moon’ que le mandaron el mes pasado, debería haberlo posteado hace más de una semana. Tendría que empezar a anotarse estas cosas. Revisa de nuevo las últimas imágenes que ha colgado en Instagram: sus maletas en el aeropuerto, ella sentada en el avión, ella subiendo las escaleras del hotel, y la más reciente, su piernas frente a una playa desierta... Esta última había sido la más fácil de reproducir, parecía mentira lo sencillo que era algunas veces falsear la realidad, ni tan siquiera había tenido que usar Photoshop. 



Una simple foto de sus dedos doblados frente una imagen de la playa en la pantalla de su ordenador y voila, te encuentras en medio de una isla paradisiaca siendo la envidia de todos tus “followers”. 

Se estaba volviendo un hacha en falsear la realidad. Alguien podría decir que es una farsante. Que está engañando a todo el mundo y engañándose a si misma. Tal vez sea así, pero ella prefiere verlo como un trabajo de marketing. Hay gente que se dedica a crear historias para vender productos, o servicios, o la imagen de una empresa. Pues ella trabaja para venderse a sí misma, se ha convertido en un producto, y le encanta el trato que recibe por ello. Se ha vuelto adicta a la atención, a saberse deseada, a sentirse envidiada, aunque se trate solamente de una ilusión. Sigue regocijándose en sus pensamientos cuando suena el timbre. El repartidor. 



Se levanta, corre hacia la puerta de entrada y aprieta el botón de abrir del interfono sin contestar. 

Segundos después se oye el ruido del ascensor al subir. Remueve el interior del bolso colgado en el perchero del recibidor hasta que por fin encuentra el monedero. Odia reconocerlo, pero ciertamente sus bolsos son lo más parecido a un pozo sin fondo. Pican al timbre. Abre la puerta al tiempo que busca el dinero en el monedero y pregunta cuánto es antes de levantar la vista. 

―Trece con cincuenta― una voz de chico le contesta tras la puerta de entrada.
―Oix. No quiere salir― sigue rebuscando unos segundos más en el hueco dónde guarda las monedas ― Ya...por fin. Aquí está. Treeeeceeee…. coooon cincuenta― dice mientras coge la caja y deja el dinero sobre la palma extendida de aquel chico, al tiempo que levanta por fin la mirada para encontrarse con la cara de un adolescente de no más de dieciocho años observándola anonadado.

―Pero, pero… tu eres… ¿eres? Eres ….. ―alcanza a balbucear al fin.― Soy súper fan tuyo. Te sigo en Instagram. Me encantan tus fotos. ¿Te importaría hacerte una conmigo?

Antes de darle tiempo a responder, en un movimiento prácticamente de malabarista, le pasa el brazo por encima de los hombros y con un gesto rápido les hace una “selfie” con el móvil, con pizza incluida. 

Sin esperar ni una milésima de segundo se dispone a colgarla en la red social. 

―Mis amigos no se van a creer que te he vis...
―No puedes colgarla― dice soltando un manotazo al móvil haciendo que el aparato caiga al suelo. 
―¿Pero qué haces? ¿Estás loca?― le grita mientras lo recoge y comprueba que no ha sufrido ningún daño. 
―Tienes que borrar esa foto. 
―Casi te cargas mi móvil. No pienso borrar la foto. 
―A ver niñato de mierda, haz el favor de eliminar esa puta foto si no quieres que…
―Si no quiero ¿qué? ¿Eh? ¿Qué?... ¿me vas a pegar? ¿Tu? Pero si no levantas más de metro y medio del suelo.― le suelta riendo a carcajadas y empieza a darse la vuelta para irse.

Ella le agarra por la chaqueta haciéndolo parar. 

―Espera, está bien, disculpa, no debí reaccionar así. Pasa un momento a casa y hablemos del tema. Podemos arreglarlo...llegar a un acuerdo… no se…

Se la queda mirando de arriba a abajo, en silencio, unos segundos que a ella le parecen eternos. 

―Está bien, vamos a ver que me ofreces.―dice guiñándole un ojo mientras cruza el umbral. 

Se adentra en el piso sin ningún pudor. 

― ¡Madre mía como tienes esto! ¡Pero qué asco!

Todavía apoyada en la puerta de entrada con el trasero descansando sobre el reverso de sus manos le oye farfullar desde el comedor, mientras, su cabeza realiza trabajos forzados para llegar a entender cómo ha llegado a esa situación, y lo más importante, cómo va a salir de ella. ¿Había tenido mala suerte o se trataba del karma? Mentir compulsivamente durante tanto tiempo debía acarrear, sin duda, alguna consecuencia. ¿Pero tenía que ser tan horrible y terrorífica como aquel absurdo final? Descubierta por un repartidor de pizzas. Patético. Había convertido su casa en un museo y su vida se hallaba llena de castillos de arena a punto de derrumbarse. Siente taquicardia. No puede permitirlo, no va a dejar que todo su mundo acabe de esa forma. 

―¿Tienes una Coca-Cola? ― la voz al fondo del pasillo la saca del ensimismamiento. ― Me ha dado sed. 
―Sí, ahora mismo te la llevo.―grita dirigiéndose a la cocina.

Abre la nevera y coge una de las latas del estante superior. Al cerrar la puerta se fija en el montón de sartenes acumuladas en el interior del fregadero. 




Agarra el mango de las más grande firmemente y empieza a andar hacía el comedor. 

―Siéntate en el sofá. Ponte cómodo. Tu...como si estuvieras en tu casa. ¡Ah! Y abre la pizza. No te cortes. 
―¡Genial!

Se acerca sigilosa a la puerta del comedor, desde donde puede ver al chico sentado en el sofá, con un trozo de pizza en una mano y el mando de la televisión en la otra intentando encontrar algún canal que ofrezca una programación interesante. Le va a resultar difícil. 

Sujeta tan fuerte como puede la sartén con ambas manos y dando un salto la descarga con todas sus fuerzas sobre el chico, acertando de lleno en la nuca. 

Tras el fuerte ruido del golpe, aguanta la respiración unos segundos, esperando el devenir de los acontecimientos, hasta que, por fin, el cuerpo del muchacho se desploma quedando tendido de costado, en el suelo. 

Un pequeño reguero de sangre empieza a brotar tiñendo el pelo castaño claro de marrón oscuro. Coloca una de las cajas que hay por allí tiradas bajo la cabeza, tampoco hay porqué ponerlo todo perdido, y gira el cuerpo inerte para que quede boca arriba. Toca su muñeca con los dedos índice y corazón. Todavía tiene pulso. ¡Mierda!. Mira a su alrededor: Ya lo tiene. No puede ser tan difícil. Ha visto cómo se hace mil veces en las películas. Coge uno de los cojines de estrellas del sofá y le tapa la cara haciendo tanta presión como le es posible. Espera. Espera mucho rato. Espera una eternidad, sin moverse, solo oprimiendo el cojín con todo el peso de su cuerpo. Vuelvo a comprobar el pulso. Nada. Y por fin respira tranquila. 

Una vez a recuperado el aliento rebusca en los bolsillos del pantalón vaquero del chaval hasta que encuentra lo que quiere. Sostiene el móvil con una mano y le da al botón de encendido. Perfecto, no tiene contraseña. Hay una notificación de Instagram. Entra en la aplicación y se le hiela la sangre. Setenta y cinco “likes” en una foto titulada: “Comiendo pizza con @unmundoideal.”



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